El zapatero francés


Hace muchos años en Nantes, Francia, se le obsequió una Biblia a un mendigo. Éste, a diferencia de sus compañeros, sabía leer. Cuando él se dio cuenta de que la Biblia era desconocida en los pueblos y aldeas por las que él vagaba, se le ocurrió una idea para recoger dinero. Él pediría monedas a cambio de leer una porción del libro a los que les interesara.
Un día el mendigo se detuvo delante del taller de un ancianito que se ganaba la vida haciendo zuecos, los zapatos de madera que usaban los campesinos franceses. El mendigo le pidió una limosna al zapatero.
— ¿Tú me pides una limosna a mí? —Exclamó el ancianito—. ¡Yo soy tan pobre como tú!
—Si no quieres darme una limosnita —dijo el mendigo—, dame un sou (moneda francesa equivalente a un centavo de dólar estadounidense) y yo te leeré un capítulo de la Biblia.
—Un capítulo de ¿qué?
—De la Biblia.
—Pero ¿qué libro es ése? Jamás he oído de la Biblia. —Es el libro que nos cuenta de Dios.
El anciano zapatero, curioso de saber algo del contenido del libro, le dio al mendigo la monedita. El mendigo sacó su libro maravilloso y, tras sentarse en un banco, comenzó a leer.
El zapatero quedó encantado al oír la historia de la visita de Nicodemo a Jesús y su conversación en Juan 3. En especial, lo impresionó el versículo que dice: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Cuando el mendigo terminó la lectura con las palabras: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”, el ancianito quedó muy ansioso de oír más.
—Sigue leyendo, sigue —rogó el anciano.
—Ah, no —respondió el mendigo—. Yo leo sólo un capítulo por un sou.
El zapatero no pudo pagar más, porque era muy pobre. Sin embargo, le rogó al mendigo que le dijera dónde había conseguido ese libro tan maravilloso. El mendigo le contó que un pastor en Nantes se lo había regalado. Después se despidió del ancianito y siguió su camino.
Cierta mañana, pasados unos quince días, el zapatero le anunció a su hijo que iba a salir para Nantes y le pidió que se encargara del taller hasta que regresara.
— ¡A Nantes, Papá? —Exclamó el hijo—. ¡Ni pensarlo! ¡Queda a más de 110 kilómetros!
—Eso lo sé muy bien, pero he decidido ir a Nantes.
Era en vano el esfuerzo por disuadir al anciano. Éste se encaminó hacia Nantes y por fin, después de una larga travesía, llegó a su destino. En Nantes, buscó al pastor que tenía una librería donde vendía Biblias.
— ¿En qué le puedo servir? —preguntó el pastor.
—Señor, me contaron que aquí puedo conseguir un libro que cuenta de Dios.
—Ah, usted busca una Biblia, ¿verdad?
—Sí, señor, eso es. Me gustaría mucho conseguir una.
— ¿Y Biblias de qué precio busca usted?
— ¡Precio? —exclamó el ancianito.
—Por supuesto. Esto es una librería y no regalamos las Biblias.
—Pero, señor, yo no puedo comprar una Biblia. Es que un mendigo me contó que usted le había regalado una, y yo soy igual de pobre que ese mendigo. Yo esperaba que usted me regalara una Biblia a mí también.
— ¿De dónde viene usted, amigo?
El zapatero le dio el nombre de la aldea donde vivía. Al darse cuenta el pastor de dónde venía el zapatero, y de la gran distancia que había recorrido, le preguntó: —¿Cómo vino usted a Nantes? —A pie —contestó el zapatero. —Y, ¿cómo va a regresar a su aldea? —A pie.
— ¿Usted me dice que, a pesar de su edad avanzada, estaba dispuesto a hacer un viaje de 220 kilómetros para conseguirse una Biblia?
—Sí, señor. Y me sentiré sumamente recompensado si logro obtener una.
—Si es verdad lo que me dice, aunque sea la última Biblia que obsequie, le voy a regalar una. ¿Qué tamaño de Biblia le gustaría llevar? Supongo que quiere una con letra grande. ¿Sabe leer?
—Ah, no. No sé leer ni una sola letra.
—En ese caso, ¿qué hará con una Biblia?
—Señor, tengo una hija que sabe leer, y hay otras personas en mi aldea que también saben leer. Le ruego que me regale una Biblia.
El pastor le regaló la Biblia, y el ancianito zapatero regresó a su aldea.
En las noches, el anciano invitaba a la gente a su casa. Los que sabían leer, leían por turnos la Biblia. Los demás escuchaban.
Pasados unos seis meses, el zapatero hizo otro viaje a Nantes. El pastor, muy asombrado de verlo, le preguntó:
—Amigo, ¿por qué ha venido otra vez?
—Ah, señor —contestó el ancianito—, he vivido muy equivocado, muy equivocado, señor.
— ¿Quién le dijo que estaba muy equivocado? —El libro, señor. La misma Biblia lo dice.
— ¿De verdad? ¿Y qué dice la Biblia?
—Me dice que he vivido equivocado. Yo, un pobre pecador, siempre he rezado a la virgen María. Encontré en el libro que ella necesita de un Salvador tanto como yo. El libro nos cuenta que ella se regocijaba en Dios su Salvador. Así es que ella necesitaba de un Salvador al igual que yo. Me cuentan que ustedes tienen una religión que está de acuerdo con la Biblia, y si me lo permiten, quiero unirme a ustedes.
—Pero para hacer eso, mi amigo, sería necesario darle a usted unos estudios de doctrina y después examinarlo para evaluar su entendimiento del evangelio — contestó el pastor.
—Pero yo soy muy anciano y no sé cuántos días de vida me restan. Yo necesito saber ahora si puedo integrarme a su congregación o no.
Inmediatamente, el pastor reunió unos ancianos de la iglesia quienes le preguntaron al ancianito:
— ¿Qué sabe usted del Señor Jesús?
—”Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” —contestó
el zapatero.
— ¿Y qué nos puede decir acerca de la muerte de Jesús ? —le preguntaron.
—    ”La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” —contestó el ancianito.
— ¿Cuáles son los privilegios de los que creen en Cristo? —le preguntaron.
—    ”Ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús. ” — ¿Cuáles son los deberes de los creyentes en Cristo Jesús?
—    ”Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” —contestó de nuevo el anciano.
—Mi amado amigo —dijo el pastor—, si estas palabras son la expresión de lo que hay en su corazón, usted ha sido enseñado por Dios mismo y no tenemos ningún inconveniente en recibirlo como hermano.
Y así, el ancianito fue recibido en comunión plena por medio de su confesión de fe y del bautismo. Tanto la confesión de sus labios, como el cambio en su vida daban a conocer los resultados maravillosos de oír la Palabra de Dios y recibirla por una fe sencilla y sincera.